La relevancia mediática de la Feria del Libro de Guadalajara y su indudable carisma cultural la convierten en objeto de deseo para muchos políticos mexicanos, sobre todo en vísperas electorales como las actuales. Los unos se presentan en ella acompañados por alguno de esos libros hagiográficos que les preparan sus asesores y otros a pecho descubierto, para responder las preguntas de prensa y público. El último en comparecer fue Enrique Peña Nieto, candidato del PRI y favorito en la carrera presidencial, que a estas alturas probablemente lamenta no haberse quedado en casa. Tuvo la mala suerte de tropezar en la cuestión más sencilla: un periodista de El Mundo le preguntó cuáles eran los tres libros que más habían influido en su vida. Peña Nieto se enredó en explicaciones ininteligibles y azorados circunloquios, para finalmente mencionar La silla del águila con autor equivocado (Enrique Krauze en lugar de Carlos Fuentes) y la Biblia, aunque con la modesta acotación de que no la leyó entera (omitió quizá los abundantes pasajes escabrosos). Después, ejem, silencio. Como la prensa es maliciosa y el público burlón, esta muestra demasiado minimalista de erudición le ha convertido en el hazmerreír más popular del día. Que no se preocupe excesivamente, mañana habrá otro. El episodio ha probado sin lugar a dudas que Peña Nieto no es lo que suele llamarse un lector asiduo y voraz. Comprendo su agobio cuando me pongo en una situación parecida, imaginando que alguien me preguntase el nombre de tres arqueros de la actual Liga española de fútbol. Pero más allá de la rechifla por esta laguna cultural, se nos plantea una pregunta seria: ¿consideramos realmente imprescindible que un mandatario político haya leído mucho o por lo menos algo, digamos tres libros? ¿Son todavía los libros indispensables para alcanzar competencia en ese campo o basta con memorizar cifras, escuchar a los expertos y los domingos acariciar benévolamente la cabeza de los niños? En contra del eslogan propagandístico de finales del franquismo, un libro no siempre ayuda a triunfar. Y menos tres. A veces desprestigia ante los colegas, como ocurría en el caso de algunos asilvestrados compañeros de armas del general Gutiérrez Mellado, que maldecían de él: “¡Si será maricón que ha escrito un libro!”. Hoy estamos ya desengañados de gobernantes que a las primeras de cambio citan a los clásicos con tino incierto pero luego fracasan cuando llega la hora de sacar al país de los atolladeros. Los ciudadanos quizá les perdonen que lean a economistas, sociólogos o científicos de pelo en pecho, pero, por favor, que se dejen de poetas. Ciertamente la afición a la lectura no es garantía de habilidad en la gestión de la cosa pública ni de tino para afrontar las crisis más urgentes . Y sin embargo, carecer de interés por los contenidos que atesora nuestra tradición intelectual tampoco es precisamente un buen síntoma. Pero desconocer a quienes narraron los anhelos y angustias de nuestra vida, a quienes nos recuerdan de dónde venimos y adónde quisimos ir no es buena señal. Aunque sólo sea porque, como dijo Charles Peguy, el periódico de ayer ya se quedó viejo pero Homero siempre es joven. Copyright El País, 2012.
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